jueves, 22 de febrero de 2007

EL PEATON NO ES UN SER HUMANO

EL PEATON NO ES UN SER HUMANO
Por: Mario Emilio Pérez


El joven tiene fascinada a la concurrencia. Sus genialidades han sacudido también a la hija casadera del hogar que visita. Todo marcha bien. La muchacha le gusta, y hasta considera que podría casarse con ella luego de un noviazgo de tres años en lo que él “se prepara”.

Es empleado de la sección de archivo de una dependencia oficial, quizás periodista, talvez profesor de la escuela primaria o dependiente de una tienda de calzados.

Pero tiene deseos de superación. Estudia en un liceo nocturno con la esperanza de ser alguien en la vida.

La chica le mira con coquetería mientras se roba el show entre las carcajadas y expresiones elogiosas de los presentes.

Cuando todos se marchan, él le habla acerca de la plácida vida que podrían tener juntos, y del amor, y el ensueño, y la poesía.}

Pero comienza a llover. Pasa una hora. La lluvia no cesa. Son las 11:30 de la noche. La madre bosteza y exclama: “Esta agüita no va a dejar de caer por ahora”. No es ninguna indirecta, sino directa.

Y entonces el joven talento decide marcharse. Pero la sombrilla de la casa la cogió prestada Ramonita la hermana de Polín, y no la ha devuelto.

Madre e hija comienzan a buscar por todos los rincones de la casa algún periódico viejo para que el joven se proteja de la lluvia al marcharse.

El espectáculo del galán corriendo con el periódico en la cabeza hace dudar a la joven y a la madre si es realmente el hombre que conviene. Después de todo es algo pedante, fantoche, y le gusta hablar mucho y robarse el show en las reuniones. Además parece que no va a llegar muy lejos en la vida.

Esta es una de las innumerables situaciones enojosas en que se ve sumido ese ser de sacrificio, resignación y martirologio cotidiano que es el peatón.

Una de las rezones de su diario vía crucis es la necesidad en que se ve de viajar en carros o guaguas del servicio público.

Cuando aborda alguno de estos vehículos inmediatamente pasa por la primera estación del vía crucis, cuando el pasajero que tiene al lado lanza una mirada homicida. Las personas que montan en autos del servicio público piensan que con los pesitos que pagaron lo han comprado. Por eso les molesta el colega peatón que se mete en “su carro”.

Pero la primera estación tiene carácter diferente cuando al montar en el vehículo se encuentra con algún invertido solapado o abierto.

El peatón toma asiento y el cundango se rueda tímidamente media pulgada más allá. El peatón le mira colérico y entonces el afligido sodomita se rueda hacia el extremo opuesto del asiento, lamentando no haber podido dar “pierna muerta” al desdichado pasajero.

En ocasiones el vía crucis se produce cuando algún chofer de carro público pone “tuche” al peatón al meter ocho pasajeros en el asiento posterior, algunos afectados de “malacrianza sobacal”.

El peatón es continuamente objeto de bromas por parte de sus amigos automovilistas, quienes arremeten contra él a gran velocidad para frenar bruscamente a escasas pulgadas de su anatomía en cualquier calle.

Luego del confortante jueguito el amigo automovilista hace un gesto de amabilidad francesa y le cede el paso con ironía, quizás con pena. El peatón se ve obligado a sonreír, a agradecer.

En el terreno de la competencia amorosa el peatón pasa momentos amargos frente al automovilista. Muchas veces cree que ha levantado una muchacha en un baile porque al terminar cada pieza se queda de manitas cogidas con ella. Pero se oye el chirrido de los frenos en la puerta. Del flamante automóvil se desmonta el conductor, y el infeliz peatón comienza a escuchar la voz de Lucho Gatica sin calor de pareja.

Otra situación difícil para el peatón es cuando llega a una oficina pública y comienza a cortejar a la empelada que momentos antes ha solicitado permiso para “una diligencia”, quien le pregunta con coquetería: usted tiene vehículo, ¿verdad?. Tengo que ir al centro de la ciudad.

Frente a él los padres y hermanos de cualquier muchacha casadera mantienen un código de moral más estricto que frente al automovilista.

Así, cuando el peatón enfoca algún tema escabroso sobre sexo, aun lo haga en lenguaje científico, los parientes de la chica lo calificarán en conversaciones por trasmanos de atrevido, fresco, propasado y confianzudo.

Cuando lo hace el automovilista, los parientes dirán que “demostró cultura y tacto al enfocar con delicadeza un tema tan escabroso como el sexo”.

Si el pretendiente peatón se da un jumo y le lleva una serenata a la muchacha es “un borrachón que amanece en la calle”. Si lo hace el automovilista es “un hombre que, pese a que tiene un carro de pescuezo largo, todavía conserva el alma romántica para la serenata a la amada, aún con el sacrificio de una mala noche”.

Y así, día tras día y noche tras noche, el peatón camina por las calles bajo el sol, bajo la lluvia. Se encuentra en el carro público con el invertido que no quiere robarse en el asiento, o sufre los rigores de una axila fogueada en el trabajo.

Pero tiene afectos, ama, va al cine, y es fanático de tal o cual equipo en el béisbol profesional criollo. Todas estas cosas demuestran que el peatón es un ser humano. ¿O no lo es?

La duda no tiene el deseo de herir a nadie. El autor de este artículo es peatón de nacimiento y origen.